9.03.2009

Ad inquirendum

En su prólogo a la antología poética de Miguel d’Ors “El misterio de la Felicidad” (Editorial Renacimiento, 2009), escribe Ana Eire: “¿Merece la pena leer poemas de Miguel D’ors cuando podemos hacer tantas otras cosas?”

Obviamente, mi respuesta es sí. Sí merece la pena, la que nos puedan deparar esos poemas que en ocasiones son la exaltación de la derrota, la resignada aceptación de la realidad que nos ha robado otras vidas que soñamos. Merece la pena, digo, dejar de hacer tantas cosas por leer poemas de Miguel d’Ors.

Sin embargo, la pregunta se puede formular de forma amplia, sin especificar autor, a lo bruto: ¿Merece la pena leer poemas cuando podemos hacer tantas otras cosas?

Trataré de enfrentarme a misma a partir de otra cuestión ¿Qué (nos) pasa cuando leemos (o no) poemas?

¿Qué pasa cuando no leemos poemas? Nada. No pasa nada. La vida pasa. Con sus lunes, sus lluvias y sus días de bochorno.

Y ¿Qué pasa cuando leemos poemas? En muchas ocasiones tampoco pasa nada, las palabras nos atraviesan como agua en el cedazo, sin dejar marca. Y encontramos cosas que nos dejan fríos, o a la misma temperatura con la que entramos en ellas.
Sin embargo, en ocasiones, descubrimos versos que hacen sonar la campana y el alma se nos revuelve en torbellino y sentimos la comunión y decimos: ¡Ah, era eso, es verdad! Y entonces, puede que merezca la pena dejar de hacer cosas como, por ejemplo, ver la televisión o mirar internet.


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