Tú, Mujer, no sabes; conviene que sepas. Tú flotas: importa que te orientes. Te dispersas: recógete. Huyes: dómate. Forma sometida, ojos deslumbrados, senos palpitantes, temblorosas rodillas, piernas replegadas, brazos abiertos, dedos en abanico. ¡Y la garganta que se ofrece a la inmolación! Y el movimiento y el desorden de los velos y las ropas desceñidas. Y todo esto yo lo tomo, así su arcilla el escultor. Yo quiero modelarte, criatura; o haré de ti una estatua para las gliptotecas de Dios. Cada uno de mis ademanes se grabará en tu materia dócil. El primer paso de mi pie derecho dibujará para ti una indicación de brújula. Una llamada arde en mis pupilas. La diagonal de mis brazos es la de un camino que asciende. Un índice en lo alto designa, sin exigir. El otro índice, abajo parece invitar a que tu debilidad se apoye en mi fuerza. Pero no me toques.
Ahora llamo a través de ti a toda la naturaleza, la llamo a la Redención. En el regazo de la naturaleza, tú estás, mujer, como un día estuvo tu Hijo en tu propio regazo. Formas parte de ella, te envuelve, te encierra, te baña. Tanto como te encierra, te nutre. Apenas si puedes moverte dentro de ella. Tus temblores son sus temblores…
¡Cuántos paisajes en tus ojos! ¡Cuántos paisajes en tu cuello, cuántos paisajes en tu cabellera destrenzada, cuántos paisajes, demasiado confusos y demasiado dulces! Plantas, aguas, nubes, volcanes, son tus hermanos y tus hermanas; los meteoros rigen tus secretos. ¡Cuán difícil arrancarte de esa beatitud amorfa!... pero la diagonal de mis brazos es bien firme. Su firmeza, casi abstracta, casi geométrica, te salvará. Y salvará al mundo también, al mundo a ti adherido, y que te seguirá cuando te salves. Así, no me toques.
Yo daré consistencia a tu frescura. ¡Oh estatua mía! Yo elevaré tu confusión a claridad. Yo normalizaré tu instinto en ley. Yo te arrancaré a la naturaleza para darte a la Gracia. Si eres pecadora, te hará penitente. Si eres Eva, te haré Madona. Si eres aguijón, te haré medida. Si eres guerra, te haré paz. Si eres entrañas, te haré Ángel. Pero no me toques.
No me toques, porque manchas todavía.
Ahora llamo a través de ti a toda la naturaleza, la llamo a la Redención. En el regazo de la naturaleza, tú estás, mujer, como un día estuvo tu Hijo en tu propio regazo. Formas parte de ella, te envuelve, te encierra, te baña. Tanto como te encierra, te nutre. Apenas si puedes moverte dentro de ella. Tus temblores son sus temblores…
¡Cuántos paisajes en tus ojos! ¡Cuántos paisajes en tu cuello, cuántos paisajes en tu cabellera destrenzada, cuántos paisajes, demasiado confusos y demasiado dulces! Plantas, aguas, nubes, volcanes, son tus hermanos y tus hermanas; los meteoros rigen tus secretos. ¡Cuán difícil arrancarte de esa beatitud amorfa!... pero la diagonal de mis brazos es bien firme. Su firmeza, casi abstracta, casi geométrica, te salvará. Y salvará al mundo también, al mundo a ti adherido, y que te seguirá cuando te salves. Así, no me toques.
Yo daré consistencia a tu frescura. ¡Oh estatua mía! Yo elevaré tu confusión a claridad. Yo normalizaré tu instinto en ley. Yo te arrancaré a la naturaleza para darte a la Gracia. Si eres pecadora, te hará penitente. Si eres Eva, te haré Madona. Si eres aguijón, te haré medida. Si eres guerra, te haré paz. Si eres entrañas, te haré Ángel. Pero no me toques.
No me toques, porque manchas todavía.
Eugenio d'Ors (Lo barroco. ed. Aguilar, 1964. p. 158-159)
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